Algunas historias afirman que los dragones se encarnaban en poetas cuando les picaba la intriga y querían saber cómo estaba la humanidad. Criaturas cultas que, transformadas, asistían a concursos de poesía, fisgoneaban el estado del mundo y, una vez terminada esa excursión, regresaban a su hogar —grietas rodeadas de piedras preciosas— en su forma alada.

Se dice que las piedras preciosas que guardan en las grietas del centro de la tierra las llevan entre sus escamas; por eso, cuando se enojan, brillan: porque ahí adentro esconden gemas y minerales.

Con eso se asemeja Ine. Su casa es, para ella, como una piedra preciosa en una grieta. Trata de que todo esté bellamente prolijo: en cada rincón hay una mesita, un lugar donde estar, donde descansar; todo está ordenado y cuidado. Le importa la belleza de su espacio, la estética. Los dragones, dice, son muy estéticos.

Se siente profundamente identificada con ellos —son su criatura fantástica predilecta— y, como los dragones, así como pueden ser elegantes y luminosos, también pueden ser feroces; si lanzan una bocanada de fuego, te calcinan en dos minutos.

Ine tiene una mezcla de serenidad y tenacidad que solo algunas personas portan sin mero esfuerzo. Su presencia es cálida, vivaz, luminosa. Lleva el pelo canoso, ondulado, con un volumen que parece acompañar su energía: medianamente loco y levantado, porque la apariencia formal no va con su estilo. El pelo cae sobre sus gafas redondas, que enmarcan unos ojos atentos, curiosos, siempre con una onda entre divertida y reflexiva. Su sonrisa es amplia, franca, de esas que no se esconden. 

Su color favorito es el dorado —el amarillo, el ocre, entran en la categoría—, y lo deja ver en cómo viste: un vestido holgado, fresco, de tela liviana. Tiene un fondo amarillo cálido, casi dorado, con manchas y trazos en tonos azulados y negros, como un teñido artesanal. La combinación parece hecha para ella: un equilibrio entre luz y sombra, entre lo terrenal y lo fantástico. Le gustan las túnicas y la ropa suelta. Lo acompaña un colgante marrón dorado, un poco más opaco, que obtuvo en un viaje a Marruecos; según el comerciante que se lo regaló, pertenecía a mujeres de Marrakech y Zagora. Tiempo después supo que era un Sefirot, una cábala judía que simboliza los estados del alma, donde cada puntito es una sefirá.

Es un árbol de círculos conectados —el Árbol de la Vida— donde cada sefirá nombra una fuerza, una tensión, un modo de estar en el mundo. Ese saber no llegó a Marruecos por azar: durante la Inquisición, comunidades judías huyeron hacia el norte de África y aprendieron a ocultar la sabiduría de la Torá en símbolos para sobrevivir. Así, el conocimiento se volvió imagen, gesto, amuleto; viajó entre desiertos, pueblos nómades y mezclas culturales hasta condensarse en signos que aún hoy siguen vivos.

Ine es escritora de literatura fantástica y referente del género en San Luis. Tiene cinco libros publicados —el sexto viene en camino— y una meta íntima: llegar a diez. Algunos llevan el sello TirNanOg, la editorial que la acompaña desde hace años; otros pertenecen a “Enlazadora de mundos”, el sello que su propio editor creó para ella. “No me quiere limitar. Me dijo: escribí lo que quieras. Si no entra en mi editorial, lo hacemos igual”.

En su casa, cada rincón es un testimonio de ese universo. Bibliotecas repletas de Ursula K. Le Guin, Tolkien, Ciruelo Cabral, Jack Vance. Esculturas hechas por Julio, su compañero: entre ellas una escalera mínima con un lector que sube hacia la luna.

Hoy es un día muy especial para Ine: su aniversario con Julio. Entre la celebración aparece la nota, el almuerzo con empanadas y una cita a las 15:30 con la tatuadora para grabar en la piel de sus dedos anulares su compromiso mutuo: alianzas con un diseño tribal —no podía ser de otra manera— para salirse de lo habitual.

Al ingresar a la piedra preciosa entre grietas (su casa), lo primero que atrapa la vista es un placard a cuatro metros de la entrada. No por ser un placard, sino por lo que está pintado sobre él. La puerta exhibe un mural artesanal que cubre toda la superficie. El fondo, beige amarillento, con manchas más oscuras, imita un cielo con nubes densas. El motivo central es un dragón largo y sinuoso que domina la superficie. En la parte inferior derecha se eleva una formación rocosa de ocres y grises, con sombras marcadas. A un costado, un castillo diminuto con colores oscuros que contrasta el fondo.

El dragón se llama Zafira: lo pintó primero un compañero de su hija, y ella (Macarena) lo terminó. Esa cocina-comedor es un ambiente grande donde el mural parece custodiar imponentemente el espacio.

La casa se recorre como un entramado de memorias y energía viva: el pasillo —siempre un poco desordenado por carpetas, cuadernos y restos de escuela— guarda la primera biblioteca, una pared entera que para sus hijos era “el portal”, ese umbral frente a sus dos cuartos, donde hoy uno funciona como zoom y el otro como gimnasio. Ellos decían ver dragones cruzando el corredor, entrando y saliendo entre los libros, criaturas que les daban seguridad por las noches como guardianes de sus sueños. Allí aún descansan Fontanarrosa, Galeano y García Márquez junto a El fantasma de Canterville, formando ese portal simbólico que para ella es como la llama trina, ese punto energético que no está dentro del cuerpo sino por fuera, donde evoluciona el alma.

Más adelante está el antiguo cuarto de Rodrigo, hoy gimnasio, con su biblioteca personal y pinturas de Gonzalo Kenny, Ciruelo Cabral, Fernando Molinari y Héctor Martínez. Luego aparece el nido creativo: la habitación donde escribe mirando a las sierras, un refugio íntimo donde la inspiración emerge.

En otra sala, “la del trabajo consciente”, un pequeño escritorio con lámpara antigua, mandalas, un altar con un Buda niño, candelabros y dragones acompaña sus tutorías y sesiones de Zoom. Allí guarda su varita de poder —una vara de espinillo con hornita y cianita unidas por aluminio, activada en luna nueva— junto a cartas de tarot, runas, el sincronario maya y premios de radio y Feria del Libro. Se tira las cartas del Tarot -o a los personajes- cuando necesita destrabar una historia o encontrar rumbo.

Su ritual de escritura ocurre siempre en los bordes: entre lo real y lo onírico, en esa zona liminal donde la ensoñación se vuelve lenguaje. Aunque tiene un “cuartito” para trabajar, la descarga verdadera ocurre en su cama: se arropa, se deja adormecer y, cuando el sueño la vence, sigue escribiendo. A veces se queda dormida con la computadora abierta y al despertar encuentra párrafos que no recuerda haber escrito, pero que igual tienen sentido, como si sus dedos hubieran seguido la historia más allá de su conciencia.

“Acá el cielo es verde”, dice mientras se sienta en una de las mesas del amplio patio. Desde la ventana del living, las plantas componen una gran orquesta natural y silenciosa. De chica, en un departamento porteño -las define como cajitas de cristal-, soñaba con escribir frente a un parque. Hoy, cuando abre su computadora, cuadernos y notas, la casa entera parece acomodarse para que eso ocurra.

A Ine nunca le interesó el minimalismo: suficiente tiene con la oficina. Su casa necesita telas, texturas, objetos con historia. Por eso las paredes están más vestidas que los placares. Le gustan los muebles viejos o recauchutados, esos que “alguien amó en algún momento”, aunque ella no sepa quién. Las camperas tampoco van al armario: cuelgan de los percheros que ocupan cada cuarto, como parte de la decoración. Prefiere que las prendas aporten color y vida, como en esas películas antiguas donde alguien entra del campo y deja la campera colgada al pasar. Además, asegura que así la casa tiene mejor acústica: las telas suavizan el sonido, hacen que todo “suene lindo”. En los placares solo quedan muñecos, carpetas y lo que no hace falta exhibir; lo demás vive en las paredes, habitando la casa como una historia más.

Bajo el aguaribay que domina su patio, hay un hueco en el tronco, “¿decime si no es el agujero de Alicia en el país de las Maravillas?” exclama. Antes de que ella llegara, ese árbol fue madriguera de zorros, nido de vida. A pocos pasos, donde descansa una piedra rodeada de cuarzos, un geólogo midió las líneas telúricas y astrales del terreno y encontró una intersección que, según él, tiene una intensidad energética similar a una pirámide en Egipto. 

Julio, su compañero, aparece en su relato como un ser de luz sereno, alguien con quien comparte una mirada espiritual a pesar de haberse encontrado “tarde”. Rodrigo, su hijo, es para ella un alma etérica que está conociendo el mundo real desde el trabajo y la sociedad, aún sigue viendo luces en la casa que lo buscan a él. Y Macarena —la hija que vive lejos— es la mariposa que atravesó las grietas más oscuras de Merlo para renacer brillante, transparente, enorme. Ine habla de ella con un orgullo que duele: dice que verla iluminarse desde la distancia la convierte en un faro.

En la oficina de ANSES “actúa” el papel que le propone la matrix: revisa expedientes, responde consultas, ordena trámites. Pero, mientras tanto, por los auriculares escucha clases de física cuántica, audiolibros y otros contenidos. “El cuerpo Matrix 3D actúa solo” dice. No necesita que su mente esté puesta ahí: el trabajo sale perfecto igual.

Su recorrido estudiantil y laboral fue muy diverso. Por un detalle administrativo pasó a primer grado con cinco años en un colegio religioso de mujeres. Se recibió joven —muy joven—: a los 21 ya tenía el título universitario en Terapia Ocupacional, cursaba otra carrera en paralelo y trabajaba en un centro de formación laboral. Luego integró el Hospital Durán, donde presentaba casos clínicos ante equipos médicos; viajó a Cuba; formó el área de estimulación temprana del Hospital Rivadavia; ingresó a ANSES en seguridad social, pasando por distintas áreas; y recorrió el país capacitando gerentes. En esa época vivía en Tigre.

Antes de ser mamá viajó mucho: tras Cuba incursionó en Italia (Cerdenia, Roma, Pisa, Florencia —donde cada vez que se sienta en la plaza del Duomo lo único que puede hacer es llorar—), España (Madrid, Barcelona, Andalucía), Holanda, recorrió la costa hasta llegar a Atenas. Más adelante conoció el desierto del Sahara, incluyendo Marruecos, de donde llegó el Sefirot. Tuvo la oportunidad de visitar a Ciruelo Cabral.

Años más tarde volvió a viajar con sus hijos: París, Barcelona, Madrid, Andalucía, Venecia. En la Fontana di Trevi ya no tiró monedas para volver: había ido cuatro veces.

Estudió coaching, se hizo escritora; del coaching ontológico pasó al coaching literario. Después llegó la formación en Carl Jung para comprender mitos, inconsciente colectivo, sombra y máscaras, y para trabajar la literatura fantástica con conciencia. Luego, física cuántica. También estudió magia y lectura de Eliphas Lévi. Además, estudió canto y actualmente forma parte de un coro llamado “Coral Rock” desde hace cuatro años.

En 2009 tomó la decisión junto a su familia, de mudarse de la gran ciudad a Merlo, San Luis, con expectativa pero también incertidumbre: no saber lo que implica vivir en un lugar como ese. Ine es de virgo con ascendente en escorpio y enlazadora de mundos en el sincronario maya, si tiene todo calculado, no le afecta nada. Spoiler: valió totalmente la pena venir a este lugar de paz.

En 2012 —tras una cirugía de tiroides— le quedó una cicatriz en el cuello, un tajo. Para ella no fue solo una marca física, sino simbólica: sintió que se trataba de palabras que había tenido atragantadas durante años. Ese tajo fue la señal para empezar a decir lo que necesitaba decir, y no solo escribirlo, sino publicarlo. De esa manera bautizó su primer libro, El Tajo, inspirado en sueños. Luego sacó otros dos con el mismo eje: Laberinto y Diario de una Búsqueda.

Ine insiste en que no se considera escritora: se considera alguien que vivió, sufrió y encontró formas de transformar esas experiencias en algo que la construyera hacia el bien. La literatura no apareció como una meta, sino como una herramienta para procesar lo que le seguía ocurriendo. Escribe para alquimizar: para tomar lo que dolió, lo que desbordó o lo que no encontró palabras en su momento, y convertirlo en algo que pueda compartirse sin herir, en algo que ilumine.

La escritura de Ine se consolidó cuando cruzó caminos con dos figuras que considera maestras: Ciruelo Cabral y Liliana Bodoc. “Ciruelo ensueña para dibujar; yo ensueño para escribir”, dice. Con él tuvo sus primeros contactos e incluso lo visitó en su casa. Fue él quien le recomendó leer a Bodoc. Ine devoró La saga de los confines —de la cual conserva ediciones y varias ilustraciones en su morada— y a partir de allí construyó un vínculo muy cercano con la autora. Ambos la acompañaron en el arte de ensoñar y dar forma a la fantasía en su tercer libro. A partir de allí lanzó dos libros más: Seres y Relatos Mágicos de San Luis y La Dragona Dorada y el Jaguar.

Cuando habla de literatura, Ine es clara respecto del ego: lo considera fundamental para cualquier arte, siempre y cuando se lo conozca y se lo desactive. Podría escribir desde un lugar erudito para eruditos, pero no es lo que desea. Ella quiere escribir para las personas que necesitan un abrigo simbólico, un texto que acompañe. Su literatura se dirige hacia quienes buscan “un calorcito en el alma”, no hacia quienes buscan demostrar saber.

Hoy, Ine trabaja en su sexto libro, Raíces Profundas de San Luis, un proyecto que comenzó hace cuatro años y que retomó recientemente con una fuerza renovada. Nació como una investigación sobre las verdades ocultas de los henîa-kâmîare —los antiguos comechingones— y terminó convirtiéndose en una historia que vincula mitología, territorio y maternidad: los protagonistas serán sus propios hijos, un modo de cerrar simbólicamente esa etapa de su vida. Después de ese libro, dice, vendrán otros mundos, otras búsquedas, quizás una obra donde pueda responder la pregunta que hoy la guía: ¿qué mujer madura quiero ser? ¿Qué anciana quiero llegar a ser? En lo personal, imagina un futuro sereno: vivir en un lugar donde pueda escuchar el agua, las aves, el viento; caminar un poco, escribir mucho y sostener una vida tranquila, con una computadora, buena conexión, un auto “por si pasa algo” y un vino cada tanto para aflojar la garganta.

Cuando habla de su deseo más profundo, no menciona premios ni reconocimientos: quiere que cada persona sepa que es única, irrepetible, un fragmento divino. Nadie es superior a nadie; todos tenemos un don singular. Suele repetir las palabras de Ciruelo Cabral —“¿por qué cada ser humano tiene una huella digital distinta?”— para recordarlo: si somos únicos incluso en una huella, también lo somos para el planeta y para la humanidad. Cada uno, dice, debe descubrir su propia sabiduría.